E142 Defecto de fábrica y laberintos de Minotauro
- César

- Aug 31, 2023
- 10 min read
Updated: Jul 12, 2024
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Episodio 142: Defecto de fábrica y laberintos de Minotauro
Hola, estudiante. ¿Cómo estás? ¿Cómo ha ido el verano?
Espero que hayas podido descansar un poco, y que si no lo has hecho todavía lo puedas hacer en las semana próximas.
Primero de todo quiero dar las gracias a Lydia, que tomo el control del micrófono la semana pasada en un episodio muy interesante sobre cómo España se convirtió en una potencia turística.
Si eres estudiante de Español Ágil probablemente Lydia haya comentado alguna de tus misiones escritas o te haya respondido a alguna pregunta. Si quieres convertirte en estudiante de Español Ágil, mi curso online de español intermedio puedes hacerlo desde el próximo martes día 5 de septiembre, día en el que se abren las inscripciones. En la página web tienes toda la información.
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Como ella dijo en el episodio agosto es el mes preferido por los españoles para disfrutar de sus vacaciones. Aunque no es mi mes preferido para las vacaciones, porque todo es más caro, no importa al sitio al que vayas, yo he tenido que tomarme mis vacaciones en este mes para amoldarme a las vacaciones de mi pareja. Él es profesor en una escuela aquí en Inglaterra, así que si queremos pasar las vacaciones de verano juntos tiene que ser en agosto.
Al final hemos estado en Grecia. Ha sido un viaje muy guay que ha combinado visitas culturales, un poquito de fiesta y relax a partes iguales.
Me fui de vacaciones con una misión: desconectar y descansar. Descansar de verdad. Y eso no solo suponía no trabajar, sino también descansar la mente. Es por eso que decidí que en estas vacaciones no iba a llenarme de información nueva, y para ello decidí no leer libros de no ficción para aprender algo, como acostumbro hacer. Me llevé un libro en español de tapa dura que me leía en la playa y otro libro en inglés que leía con el lector de ebooks. Me resulta más cómodo leer libros electrónicos en otro idioma, ya que si no entiendo alguna palabra solo tengo que hacer clic para ver su significado o la traducción al español.
Cuando iba a la playa solo cogía mi libro en español, la crema del sol, las gafas y mi toalla. Dejaba el móvil en la habitación, así que no tenía que estar preocupándome de que me robaran nada mientras estaba en el agua.
Cuando era niño me encantaba el agua en verano. Pasaba horas y horas en la playa o en la piscina. Me ponía las gafas de bucear y buceaba, es decir nadaba por debajo del agua, de lado a lado de la piscina, intentando salir lo menos posible a la superficie. En la playa me gustaba romper las olas, pero también dejar que me llevaran hasta la orilla o meterme dentro de ellas. Ahora, cuando pongo un pie en el agua en verano, especialmente si entro solo, ese niño vuelve.
No sé si a ti también te pasa, estudiante, pero a mí el agua me ayuda a reconectar con ese César que no sabía lo que era un deadline o la declaración de la renta, la declaración de impuestos, y que en verano se preocupaba únicamente de estar en el agua el mayor tiempo posible y de leer los libros de Manolito Gafotas debajo de la sombrilla entre siesta y siesta. Por cierto, ya te hablé de Manolito, ese gran personaje de ficción español, en el episodio 102.
Además del libro, la toalla y la crema protectora para el sol también me lleve a la playa mi cuerpo; tal y como es, con sus complejos incluidos. En el episodio 130 hablamos de nuestros cuerpos, nuestros complejos y de la dictadura de la imagen. Te conté que desde mi adolescencia un complejo me había fastidiado los días de playa y piscina, ya que me provocaba mucha vergüenza estar sin camiseta en público. Hace unos meses la idea de cortar por lo sano con el complejo, es decir, de ponerle una solución drástica y operarme se me instaló en la cabeza. Incluso empecé a pedir información en alguna clínica de cirugía plástica en Valencia. Muchas personas que escuchan el pódcast me escribieron contándome experiencias similares, de cómo un complejo les había moldeado parte de sus vidas durante años.
Al final he decidido no operarme. Y no sé si cambiaré de opinión en el futuro, la verdad. He tomado esta decisión por varios motivos; desde el económico hasta el miedo que me provoca tener que hacerlo.
Pero sobre todo porque creo que nadie debería tener vergüenza de su cuerpo. Nadie. Cuando yo tenía vergüenza de decir o hacer algo cuando era pequeño, por ejemplo pedir una botella de agua en un bar, mi madre siempre me decía: “César, la vergüenza la tienes que sentir por hacer cosas malas”. Esa frase me la dijo mi madre cientos de veces cuando era un niño, y hoy en día, alguna vez, también me la repite.
A lo largo de mi vida he sentido vergüenza por muchas cosas, que no eran “malas”, y he luchado por transformar esa vergüenza por orgullo en ocasiones, o simplemente minimizar la vergüenza hasta no tener que sentir nada, llegar a la neutralidad. Cuando era adolescente me daba un poco de vergüenza decir el nombre del barrio de Valencia donde vivía, y cuando llegaba a la universidad me daba algo de vergüenza aparcar el coche viejo que compartía con mi familia en el parking. Por supuesto me moría de la vergüenza al pensar que alguien supiera que me gustaban los chicos en mi adolescencia, e incluso tener este pódcast, al principio me daba vergüenza. La mayoría de mis familiares y mis amistades no sabía que lo estaba haciendo durante el primer año.
Por eso, cada vez que siento esa incómoda sensación, la vergüenza, me pregunto de dónde viene y si está justificada.
Vergüenza de hacer cosas malas.
Para este descanso físico y mental también decidí evitar leer las noticias lo máximo posible, no estar al día, no estar actualizado, no necesitar saber qué está pasando en cada momento. De algún modo quería parar el tiempo. Y curiosamente el libro que me empecé a leer en inglés (y que todavía no he terminado) se titulaba así: “Cómo detener el tiempo”. Aunque, en realidad, su protagonista buscaba todo lo contrario.
Y hablando del tiempo, y de pararlo, el primer día que me metí en el agua, me di cuenta de que había entrado un poco de agua en mi reloj.
Yo no soy de tenerle mucho apego, afecto, a los objetos, a las cosas, pero a ese reloj sí. Me lo compré con mi primer sueldo trabajando en la tienda de teléfonos móviles, con dieciocho años, y ha estado dándome la hora en los últimos dieciséis años. Es un reloj resistente al agua, nunca me lo quito, y por eso me metí al agua con él.
No es un reloj especialmente caro, creo que me costó unos cincuenta euros, y no hay duda de que lo he aprovechado, que fue un muy buen precio considerando todos los años de servicio fiel.
Es de la marca suiza Swatch y esta marca te ofrece todos los cambios de pila, la pequeña batería del reloj, de forma gratuita y de por vida. En realidad el reloj de ahora no es exactamente como el original que compré. Tampoco lo soy yo. En estos dieciséis años los dos hemos cambiado mucho. Además de varios cambios de pila, he tenido que cambiar la correa, es decir la pieza dividida en dos que cierra el reloj, y la he cambiado dos o tres veces.
A pesar de ser un reloj de diseño discreto, de hecho una compañera de universidad me dijo una vez que llevaba un reloj de monja, de religiosa, ya que es pequeño, con la correa negra y el centro blanco, muy minimalista, este reloj nunca ha pasado desapercibido, siempre ha llamado la atención. Pero no exactamente por su diseño.
Y ha llamado la atención en una circunstancia muy concreto: en momentos de absoluto silencio. En mitad de un examen, cuando todo el mundo está concentrado y hay un silencio ensordecedor, ahí, es cuando alguien giraba la cabeza y miraba a mi reloj, extrañado por cómo de fuerte el segundero, la aguja que indica los segundos, sonaba. “Tic tac, tic tac”. El silencio nocturno es otro de los momentos donde mi apreciado reloj parece sonar con más fuerza. Alguna vez, cuando he ido a la cama con alguien por primera vez, me han pedido que por favor me quitara el reloj, que sonaba muy fuerte y les molestaba para dormir. Yo siempre respondía con la misma broma: “¿Eres el capitán Garfio?” (refiriéndome al antagonista del cuento de Peter Pan) que tenía miedo a los relojes y a su “tic tac”.
Una de estas personas con las que compartí el silencio de una noche, un capitán Garfio, me dijo algo que, la verdad, me ofendió un poquito. Me dijo que no era normal que el segundero de mi reloj sonara tan fuerte, y que probablemente era un defecto de fábrica.
Yo no dije nada, me quedé callado, pero pensé que sí, que en realidad era posible que fuera un defecto de fábrica. Pero ya era demasiado tarde para ir a una tienda y cambiarlo por otro, porque el ritmo de los segunderos del reloj ya estaba sincronizado con mi pulso, y con mis pasos cuando ando por la vida con un pie después del otro.
Y si es un defecto de fábrica, lo he aceptado así. Como a todos los seres de esa especie llamada humana a los que quiero y me quieren, a pesar de todos nuestros defectos de fábrica.
Tengo buenas noticias: a pesar de que le entró un poco de agua el primer día de playa, pude solucionarlo. Lo puse al sol, como si fuera un turista con ganas de ponerse moreno, y ahora continúa funcionando. Continúa gritando “tic tac”.
Es un reloj ancla, no me lo quito nunca, ni para ducharme ni para dormir. Y no digo que sea un reloj ancla porque pese mucho, como las anclas de los barcos que dejan a un gran barco quito en el mismo sitio.
Lo digo porque me mantiene con los pies en el suelo, especialmente en los momentos de silencio cuando escucho su “tic tac”, recordándome que el tiempo pasa, que no vuelve, y que tengo que ser selectivo en qué y con quién consumo esos “tic tacs”.
¡Gracias a Dios por ese defecto de fábrica!
Después de que el sol absorbiera el agua de mi reloj decidí que no lo iba a usar en las vacaciones, para no arriesgarme a que entrara agua de nuevo. Lo guardé donde se guardan las cosas de valor en un hotel: en la caja fuerte, junto a los pasaportes y nuestras carteras con las tarjetas de crédito y algo de dinero en efectivo.
Así que a partir del segundo día, me iba a la playa con mi libro, la toalla y la crema protectora, pero sin teléfono y sin reloj, sintiéndome un poco desnudo.
Después de muchos años me vi teniendo que preguntarle la hora a desconocidos.
Los días se pasaban en la playa entre baños en el mar, lectura y siestas cortas escuchando las olas del mar. Entre libro y baños en el mar tenía tiempo para observar. Ese tiempo libre que tenía y que hubiera usado en mi teléfono móvil de haberlo tenido a mano.
Digo observar, no ver, ni mirar. El descanso real, me hace ver el mundo con una óptica más amplia, con menos filtros, puedo observar. En nuestro día a día como adultos no podemos observar, solo podemos ver, y hacerlo con un gran filtro. No podemos observar, porque observar es apreciar lo que vemos, y no hay tiempo para eso.
Liberado de teléfono como fuente de distracción y de mi reloj, podía observar lo que pasaba a mi alrededor entre sesiones de lectura y pequeñas siestas. El cariño de un padre poniéndole crema del sol a su pequeño en la cara, la frecuencia con la que una ola rompía cerca de la orilla, la cara de dolor de los bañistas al salir del mar por las pequeñas cientos de piedras que se clavaban en sus pies al salir del agua a cada paso…
Estaba en la isla griega de Creta, y no sé si lo sabes, pero la isla es el escenario de un famoso mito griego, la del laberinto del Minotauro.
Te voy a contar el mito de forma muy resumida:
En la isla de Creta, había un rey llamado Minos. Tenía un laberinto en el que vivía una criatura mitad hombre y mitad toro, llamada Minotauro. Cada cierto tiempo, el rey exigía que le dieran jóvenes de Atenas para dárselos al Minotauro, que solo se alimentaba de carne humana.
Un día, un chico valiente llamado Teseo decidió enfrentarse al Minotauro. Con la ayuda de Ariadna, Teseo entró al laberinto y logró combatir y vencer al Minotauro. Ariadna le dio un hilo para que Teseo pudiera salir del laberinto después de acabar con el monstruo.
Como todos los laberintos, la idea es que, una vez estás dentro, sea difícil salir.
Teseo con la ayuda de Ariadna pudo salir gracias al hilo que usaron, pero los laberintos en los que nos metemos en la sociedad actual no tienen una salida tan simple.
No conozco a ninguna persona que no se haya sentido atrapada alguna vez en uno de estos laberintos mentales. Laberintos relacionados con nuestra relación con la tecnología, la relación con otras personas, nuestra vida laboral a la que dedicamos gran parte de las horas de nuestro día. Los laberintos que se crean en un mundo cada vez más globalizado y más rápido, que ponen en cuestión lo que pensamos y nuestros valores.
Cada uno de estos laberintos metafóricos son desafíos únicos y la forma de encontrar una salida, de salir de ellos, será diferente para cada persona. Lo que si que tengo muy claro es que el primer paso es darse cuenta de que estamos dentro de un laberinto. Y para ello es necesario parar, observar, tomar perspectiva.
Es necesario parar, poder apreciar el tiempo, quedarse en silencio y escuchar el “Tic tac” de nuestros relojes para navegar los desafíos de la vida moderna. Es necesario darnos cuenta de que estamos en un laberinto, para buscar la mejor forma de salir de él, encontrar nuestro método y dejar de vivir angustiados por la presencia del Minotauro, que muchas veces ni siquiera es real.
Estudiante, nos escuchamos en el episodio de la próxima semana. Nos escuchamos en 7 días, en exactamente 302400 tic tacs.
¡Un abrazo grande!
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